5.6.07

En San Mateo, 22, 24-27, se lee lo siguiente: "Pero los fariseos, informados de que había tapado la boca a los saduceos, se mancomunaron; y uno de ellos, doctor de la Ley, le preguntó para tentarle: Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? Respondióle Jesús: Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente"


Es fácil observar que en esta ocasión, como en tantas otras, no había buena fe por parte del que preguntaba. No era una pregunta formulada para saber, sino para tentar. No una pregunta para aprender algo sobre ella, sino una pregunta hecha con
el fin de ver si ponía a Jesús en una situación comprometida. No era, pues, una pregunta sincera. Pero sí lo fue la respuesta, dada clara y directamente como si no hubiera una oculta intención en el que la hacía. Y esta respuesta, generalmente conocida, creo, por todos vosotros, es la que contiene unas palabras cuya consideración estimo de gran interés para los católicos de hoy, y sobre todo par los universitarios: ellos trabajan con la mente.


"Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente". Con toda tu mente. ¿Qué quiere decir amar a Dios con toda la mente? Ignoro si os habéis preguntado alguna vez, pero en cualquier caso quizá no sea del todo inútil reflexionar algún tiempo sobre ello porque, a juzgar por lo que se ve, me temo que en este punto alguna clarificación puede ser conveniente.


Comencemos haciéndonos una pregunta: ¿se puede amar lo que se ignora? ¿Se puede querer lo que no se conoce? La respuesta que dan los filósofos es negativa: sólo se puede querer lo que se conoce de algún modo. Conocer y querer, conocer y amar, pues, están unidos por un vínculo que, con relación al acto de la voluntad, lo hace en cierto modo dependiente de la razón. De aquí parece deducirse sin gran esfuerzo que cuanto más profundo es el conocimiento más profundo es el amor. Dicho en otras palabras: de cómo sea el conocimiento que tengamos sobre algo depende la actitud de la voluntad hacia ese algo. Si la mente se equivoca y presenta como bueno algo que en realidad no lo es, pone a la voluntad en la tesitura de hacer una pésima elección adhiriéndose a lo que es malo, pero que al serle presentado como bueno lo acoge de buen grado. Por el contrario, si la mente acepta erróneamente como malo lo que es bueno, y lo muestra así a la voluntad, ésta lo puede rechazar por la calidad de no-bueno con que se le presenta. Así, la importancia de que los conocimientos que se poseen sean verdaderos se hace evidente, pues de ello depende el acierto de toda elección y, por tanto, el pleno ejercicio de la libertad.


La razón, pues, tiene una función rectora, como de gobierno, en este complejo ser que es el hombre, y la tiene en tal grado que la conducta que éste observe en la vida, la actitud que adopte ante Dios, ante el mundo y ante los demás hombres, depende en no pequeña medida de las ideas que tenga. Y estas ideas, por lo general, el hombre las aprende, no las inventa, sobre todo tratándose de la revelación, del mensaje de salvación de Dios a los hombres


Habréis observado, sin duda, que la revelación no fue dada por Dios a los hombres de golpe, de una sola vez. ¿Cómo podría haberlo hecho, siendo Dios? Cuando el pueblo elegido salió de Egipto apenas era una horda -ni siquiera pueblo- incapaz de comprender hasta lo más elemental y sencillo del mundo sobrenatural, y darle entonces la plenitud de la revelación hubiera sido como cargarle con un peso muy superior a sus fuerzas. Con una paciencia infinita y a lo largo de siglos, primero por medio de Moisés, luego a través de los profetas que suscitó después de él, Dios fue preparando las mentes para que, al llegar la plenitud de los tiempos, aquel pueblo que Él había seleccionado estuviera en condiciones de reconocer a su enviado y captar su mensaje de redención. Incluso es posible en el Evangelio, a través de las palabras de Jesús, captar estos distintos momentos de enseñanza gradual, de menos a más. Al comenzar su predicación el Señor se refiere a la antigua Ley ("Habéis oído que se os dijo...") y recuerda el precepto: "Amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo"; al cabo de los siglos estaba ya aquel pueblo en condiciones de dar un nuevo paso, y Jesús que había venido a dar cumplimiento y plenitud a la Ley ("... pero yo os digo") abre un nuevo horizonte y la completa: "Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, orad por los que os persiguen y calumnian..."


Es condición de la naturaleza humana el tener que acceder a la verdad de modo gradual y progresivo, y ello tanto con relación al hombre como con relación a la materia. En cuanto a lo primero, es evidente que el aprendizaje debe acomodarse al desarrollo físico y mental, pues no es la misma la inteligencia de una persona a los seis años que a los treinta; en cuanto a lo segundo, parece que no es posible que pueda llegarse al conocimiento de lo complejo si se ignoran las nociones más elementales.
Con estos prolegómenos creo que podemos enfrentarnos con la cuestión principal. ¿Qué debemos entender en la expresión "amarás a Dios con toda tu mente"? ¿Qué nos quiere decir el Evangelio con ella?


No creo ser capaz de dar una respuesta segura y contundente. Sería, me parece, asumir el papel de la Iglesia, única que puede explicar el sentido exacto de las palabras de Jesús sin riesgo de error. Por otra parte, es indudable que en tales palabras hay una enseñanza que no se limita simplemente a la esfera intelectual, sino que afecta sobre todo a la vida. Y la reflexión sobre estas, o sobre otras cualesquiera, palabras del Evangelio suele ser el camino de profundizar en el mensaje de salvación.
Sólo que esta profundización o, si queréis, ese conocimiento, está en relación con el desarrollo mental de cada uno. No puede ser el mismo el libro de geometría que se da a un niño de once años que comienza el bachillerato que el texto que debe estudiar un universitario de tercero o cuarto de Matemáticas. La inteligencia, eso es evidente, ha experimentado un notable desarrollo entre los once y los veinte años, y a un niño le viene tan grande el texto que utiliza un estudiante de Matemáticas como al universitario le queda pequeño el que dan a un niño de once años.


Ahora bien: cuando un niño va a hacer la primera comunión se ha aprendido el catecismo de la doctrina cristiana, pero sin letra pequeña. Entonces resulta que este niño tiene un conocimiento de Dios y del mundo sobrenatural por completo adecuado a su desarrollo mental; sabe cuanto hay que saber a su edad acerca de las verdades fundamentales, y las sabe del modo más completo de que es capaz. Y lo que es más, ese conocimiento está al nivel de sus conocimientos humanos. No hay desproporción entre lo que sabe de Dios y lo que sabe de los hombres o de las cosas, ni tampoco en el modo como las sabe. Tengo para mí que este niño ama a Dios "con toda su mente", pues el conocimiento de Dios que posee ocupa toda su capacidad. Su conocimiento de Dios y del mundo sobrenatural es pleno si atendemos a su desarrollo mental.


A medida que la inteligencia se va desarrollando crece la ciencia acerca del mundo y de la vida. Un adecuado programa de estudios va ampliando progresivamente el horizonte intelectual, mientras el normal crecimiento biológico y psíquico, la vida de relación y los acontecimientos de cualquier especie que llegan a él, van modelando su mente con las ideas que en los libros, el cine y la televisión, las lecturas, las conversaciones y la experiencia, adquiere. Normalmente, y por lo que respecta a los estudios, es decir, al procedimiento más usual y eficaz de adquirir conocimientos, se sigue un plan en el que se tiene en cuenta el desarrollo mental, la base adquirida y la importancia de las materias: todo lo contrario de la anarquía.
Crece la inteligencia, crece la experiencia, crecen los conocimientos del mundo y de las cosas. ¿Crece, también, a compás con el desarrollo de la mente, el conocimiento de Dios y del mundo sobrenatural?

A mi juicio, y según se observa en la Universidad (y fuera de ella), la respuesta es no
. El conocimiento que el universitario medio tiene de su propia fe está notoriamente en un nivel inferior a su capacidad intelectual y a sus conocimientos humanos, y ello incluso en no pocos de los que están en lo más alto de la escala. No es infrecuente el caso del científico que lo sabe todo, o casi todo, acerca de la disciplina a que se dedica, y nada, o casi nada, de la fe que profesa. La observación es de un sociólogo, D. Oberndörfer(1), pero es un hecho fácil de comprobar tan pronto la conversación se centra en estos temas.


Por lo general, un universitario (al menos en España) tiende a persuadirse, sobre todo si ha estudiado el bachillerato en un colegio de religiosos, de que acerca de su religión lo sabe todo, porque al aprender los artículos de la fe de modo concreto y definido tiene la impresión de que no hay más horizonte. Y en cierto aspecto acierta, pues los dogmas son pocos y por este lado el horizonte no es ampliable: la revelación quedó completa al morir el último de los apóstoles. El error está, por una parte, en que no se trata de la cantidad de verdades la fe que se posean, sino el modo como esas verdades son poseídas por cada uno; por otra, de la conexión de tales verdades con la vida, pues la revelación no es un simple sistema especulativo, sino la expresión de realidades que afectan al ser personal de cada hombre, al mundo que le rodea y en el cual vive, y a su destino último y definitivo.


En cuanto a lo primero, es decir, en cuanto al modo con que las verdades de la fe son poseídas, debemos recordar lo que antes quedó apuntado: sólo cuando el conocimiento de Dios y de la revelación está al nivel del desarrollo de la mente y del grado alcanzado por los conocimientos humanos, uno está cumpliendo el precepto (si así se le puede llamar) de amar a Dios con toda su mente. Pero en el caso del universitario medio esto no se cumple, porque el saber religioso se suele detener a los trece o catorce años (no es muy frecuente el caso del que, a partir de esta edad, sigue leyendo libros de tipo religioso adecuados a sus condiciones), en tanto que el crecimiento de la mente y dedicación a los estudios prosigue.
El resultado está a la vista: a los veinte o veintidós años ( y siguientes) se sigue discurriendo en lo que respecta a la fe con los conceptos que corresponden a un niño de doce años. No se ha aprendido nada desde entonces, pero en cambio se han olvidado algunas cosas. En estas circunstancias sucede (y en tiempos críticos como los de hoy es lo más corriente) que al querer resolver un problema de fe con los conocimientos infantiles que se conservan, uno encuentra ridículos los argumentos (por infantiles) y lógico el problema (que sí que corresponde a una mentalidad y a unos conocimientos desarrollados). Particularmente soy de opinión de que un porcentaje muy alto de las crisis de fe que se dan entre universitarios (me refiero a las crisis honradas, no a las otras) tiene su raíz en la ignorancia en que se han venido manteniendo respecto a su fe, mientras progresaban todos los demás conocimientos y experiencias. Es un fruto del subdesarrollo de los conocimientos religiosos.
Y no creo que se pueda alegar como contrapartida las clases de religión o de teología en la Universidad. Dejando aparte su eficacia, si es que alguna tienen, no interesa tanto subrayar las clases (y han cambiado notablemente en su planteamiento; modo de darlas y materias que tratan, al menos en algunas Universidades) como la actitud de los que asisten. La revelación no es una filosofía. No es algo que deba ser aprendido simplemente como un conocimiento más. O se intenta vivirlo o no se entiende en absoluto, y con ello quiero decir que no es posible una profundización, una compresión del Evangelio, a no ser que se esté dispuesto a realizarlo en la propia vida personal. Cuando esto no ocurre (y es lo más corriente), la religión (es decir la relación con Dios nacida de la fe es la revelación) anda separada de la vida, sin que la influya, a no ser en la realización de algunas prácticas que, al cabo, aparecen desprovistas de sentido y hasta de fundamento. La religiosidad, entonces, es puramente exterior y da lugar al fariseísmo. Y como el universitario -al joven, al estudiante, le repugna ser fariseo, y su conocimiento de la fe es superficial e insuficiente, adopta lo que él llama una actitud de autenticidad y deja de practicar y hasta de ocuparse de tales cosas. El entusiasmo con que en estos casos se adhieren a ideales humanitarios, a una especie de lucha contra la pobreza, la injusticia, el hambre, la guerra, a una suerte de cruzada filantrópica y altruista, es en parte -o quizá debiera decir: en algunos - un modo substitutivo de la fe abandonada, ya que no (al menos, así lo espero) perdida. La cosa es peor cuando uno se siente liberado de trabas y se dedica a vivir según la carne, ahogando el espíritu. Y tiene difícil remedio cuando se erige la propia inteligencia en medida de las cosas y se hace del propio pensamiento criterio de verdad, porque entonces uno es capaz de llegar, en su ceguera, a declarar a Dios culpable antes que admitir sus propias equivocaciones, o su clara limitación, o su notoria negligencia.


Quizá me estoy expresando de una manera confusa. Lo que quiero decir es lo siguiente:
estamos sometidos a una presión constante por el continuo bombardeo de ideas que nos llegan a través de los periódicos, la radio, la televisión, los ensayos, las novelas, el cine, el teatro, los libros, las costumbres, el ambiente, exactamente lo mismo que un buceador sufre la presión del agua por todas partes. Ahora bien: todas esas ideas que nos llegan, o al menos una gran mayoría, por lo general, no sólo no llevan a Dios (a no ser excepcionalmente y por pura reacción), sino que tienden a ocultarlo. Y frente a todo ese aluvión ¿cuál es la defensa con que suele protegerse la fe? Una mente que se está nutriendo habitual y constantemente de ideas, conceptos y criterios al margen o en contra del Evangelio, ¿qué probabilidades tiene de mantener la fidelidad a la fe de Cristo, si comienza por no conocerla apenas?


De hecho, me parece que no entraña gran dificultad la comprobación, en católicos, de inteligencias no católicas, es decir, de católicos que piensan en muchas materias de modo no conforme, o contrario incluso, a la fe que, por otra parte, confiesan abiertamente, o al menos que nunca han negado de manera explícita. Supongo que algo de esto quería expresar Knox (si fue él quien lo dijo, como creo) cuando escribió que una salvación no intelectual significa, a menudo una inteligencia no salvada. Pero, en este supuesto,
¿qué esperanza le queda al mundo si los que deben salvarlo, por ignorar la doctrina de la salvación, se han hecho incapaces de darle nada, pues ellos mismos tienen aún sus propias inteligencias sin salvar?

No hay posibilidad, excepto por una gracia especial de Dios, de amarle con toda la mente si uno no hace nada de su parte por cultivar su inteligencia en lo que respecta a la verdad revelada. Y la verdad revelada no se sabe si no se aprende, porque no se trata de algo que uno pueda inventar, por muy grande que sea su inteligencia, su sensibilidad o su intuición. Así, el cultivo de la mente por lo que respecta al conocimiento adecuado de la fe (adecuado al desarrollo intelectual y al nivel de conocimientos humanos) debe realizarse mediante la lectura.
Quizá aquí fuera conveniente recordar a Santa Teresa, que percibía en sí misma una fuerte y casi instintiva resistencia a leer libros religiosos a no ser que fueran "muy probados". Para la mentalidad de los hombres de hoy, sobre todo de los intelectuales, esto suena, sin duda, a censura, a falta de libertad, a espíritu estrecho. Personalmente no me parece que Santa Teresa fuera así; sencillamente, no quería ser engañada.
Lo de citarla ahora se debe a que tengo la impresión (posiblemente equivocada) de que la juventud universitaria es más proclive al ensayo de fácil lectura y escasa densidad que la libro de doctrina segura pero poco entretenido, y, desde luego, no descarto ni siquiera la posibilidad de que una parte de esa juventud universitaria sólo lea aquellos libros que son de actualidad y están de moda, independientemente de que su contenido sea verdadero o no, de que sus afirmaciones estén o no fundamentadas. Y no quiero suponer que haya entre vosotros quienes sólo busquen en los libros la confirmación de sus propias opiniones.


No se puede amar lo que no se conoce. ¿Se puede conocer a Jesucristo sin conocer el Evangelio? ¿Cuántas veces ha leído el universitario medio - y podéis hacer el cómputo desde el catedrático más antiguo del escalafón hasta el alumno de primero recién matriculado- los cuatro Evangelios? ¿Cuántos los han leído, enteros, siquiera una sola vez? Naturalmente, yo no lo sé. Pero a veces me pasa por la imaginación si no será esta ignorancia de lo esencial la causa de que haya universitarios e intelectuales (si muchos o poco, tampoco lo sé) cuya idea de Cristo, del Evangelio y de la Iglesia es tan rudimentaria y deforme que, en verdad, puestos a comprometerse lo hagan con cualquier ideología antes que con la fe en que fueron bautizados.


Si me admitierais un consejo, yo os daría éste: dedicar los días algún tiempo a leer algún libro que, como alimento diario, vaya nutriendo la mente. No cualquier libro, sino libros adecuados, es decir, libros que reúnan al menos, dos condiciones: doctrina segura (esto equivale a decir: de acuerdo con el magisterio de la Iglesia) e inteligibilidad (adecuación a la inteligencia y preparación del lector). Parece superfluo razonar el porqué de estas dos condiciones, pero no obstante voy a hacerlo.
Si uno quiere saber Física no acude a Julio Verne, o a las novelas de ciencia ficción, sino a libros hechos por físicos, y si son conocidos y de garantía reconocida por sus trabajos y su prestigio, mejor. Esto es de sentido común. Pues lo mismo. Si para profundizar en su fe, o simplemente para enterarse del Evangelio, uno acude a los autores de ensayos de teología-ficción o de sociología religiosa; está listo; no sólo no aumentará sus conocimientos, sino que se expone a confundir los que ya tenía. Sobre lo segundo, basta recordar lo antes dicho acerca del libro de geometría que se da a un estudiante de primero de bachillerato o a uno de cuarto de Matemáticas.
"Amarás al Señor tu Dios con toda tu mente". El conocimiento adecuado de la fe, al menos al nivel de los demás conocimientos, no es un lujo. No obliga sólo a personas desocupadas que tienen como basura las cosas que pasan, sino a todo cristiano, por muy ocupados que tenga los días, por grande que sea el trabajo que pese sobre sus hombros. Unos minutos no es mucho tiempo, después de todo, pero pueden ser suficientes.


Siendo la Iglesia el Cuerpo místico de Cristo, nosotros somos miembros de es Cuerpo. Nuestra debilidad, nuestra negligencia, nuestra mediocridad esta haciendo mucho daño a toda la Iglesia, lo cual equivale a decir a todos los demás. Y nadie tiene derecho a hacer daño a otros. ¿Os parece todavía que es mucha exigencia que Dios os pida que le améis también con toda la mente?


Claro que sois libres y podéis hacerlo o no, eso es cosa vuestra. Pero no olvidéis que, precisamente por ser libres, tendréis que responder de vuestras acciones... y de vuestras omisiones, pues el ejercicio del don de la libertad, concedido para hacer posible el amor, entraña la suprema responsabilidad ante Dios. Y esto, podéis estar seguros, ya no es un acto libre: el juicio no es una teoría, ni el resultado de una elección, sino una acontecimiento con el que todos tendremos que enfrentarnos tan pronto la muerte haga acto de presencia.


Del libro La Puerta Angosta

Autor: Federico Suarez